“¿Qué hace una higuera en medio de una viña?”, se preguntaba el sacerdote en la homilía del domingo glosando la parábola de Lc 13, 6-9, en la que el amo de la viña acude en vano año tras año a buscar el fruto de la higuera que hay plantada en medio de su campo; al tercer año ordena al viñador que corte la higuera, ya que no da fruto ‒“¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”, le dice‒, pero el viñador le pide que le conceda un año más, en el que él le prodigará sus cuidados, para ver si por fin da fruto.
El sacerdote pensaba que una higuera está fuera de lugar en medio de una viña. Además, siendo muy erudito, había acudido al texto original y había comprobado que el verbo utilizado en el Evangelio para la expresión “ocupar terreno en balde” tiene en griego el matiz de agotar el suelo, malgastar los recursos que, con otro uso, podrían dar más provecho. Con todo ello, ese buen cura revelaba que era hombre de libros y de ciudad, pues una higuera en modo alguno está de más en medio de una viña.
La higuera es el frutal condenado a crecer solitario en un huerto dedicado a otros cultivos. Y es así precisamente porque, cuando da fruto, lo da con tal abundancia que uno no sabría qué hacer con tantos higos si tuviera todo un campo lleno de higueras. Además, en la cuenca mediterránea, es el único frutal que da dos cosechas al año: la primera en pleno verano, de higos dulces como la miel, que llenan la despensa para todo el invierno; la segunda en primavera, de brevas jugosas y frescas. El amo de la viña esperaba esto de su higuera; por eso la puso en medio de su majuelo, y por eso acudía año tras año a buscar esas frutas que eran su deleite y el de su familia.
Por su parte, el viñador sabía cuán duras son las jornadas de la vendimia con los últimos calores del estío, las largas horas bajo el sol doblando el espinazo y cargando los racimos hasta el carro que los llevaría al lagar. El viñador agradecía la sombra fresca de la higuera en medio del campo, bajo la cual refugiarse al mediodía para comer y descansar. La higuera era su solaz, y por eso estaba dispuesto a esforzarse para que diera fruto y convenció al amo para que no la arrancara.
En medio de la Viña, todos somos higuera que tarda en dar fruto, pero en la cual halla el Viñador su consuelo. Él convence siempre al Señor para que nos conceda otro año de Gracia, Él nos mima y fertiliza la tierra con su sudor y con su sangre esperando que nuestras ramas se llenen de ricas frutas perfumadas. Por estas el Amo de la viña nos admitirá para siempre en su heredad; nosotros, en silencio, sabremos que todo ‒nuestros frutos y la clemencia del Señor‒ se lo debemos al Viñador. Mientras tanto, sigamos al menos dándole sombra, sigamos siendo su consuelo, porque Dios, hecho hombre por amor, se complace en nosotros, sus amigos, aunque tardemos en dar fruto.
En el verso 116 del Dhammapada, el Buda nos exhorta así: “Apresuraos a hacer el bien y refrenad vuestra inclinación al mal, porque quien es lento en hacer el bien, se recrea en el mal.” El Cristo, sin embargo, nos trajo otra esperanza: la certeza de la infinitud de la Divina Misericordia, por la que se nos concede este tiempo de Gracia, a la espera de que demos fruto.
Como hombre debo exigirme ser diligente en el bien, para no recrearme en el mal; como hijo de Dios, pongo mi esperanza en Él, fuente de todo bien, para que tenga compasión de mi debilidad.
Mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia.
Salmo 129, 6-7
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia.
Salmo 129, 6-7
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