Mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia.


Salmo 129, 6-7

domingo, 21 de marzo de 2010

El hermano del hijo pródigo

Al leer la parábola del hijo pródigo, la más conmovedora de todo el Evangelio, solemos identificarnos con el hijo que traiciona la confianza del padre y que, pese a ello, es acogido con júbilo a su regreso, hasta el punto de que casi pasamos por alto el mensaje acerca del hermano mayor. Así, la luz que propaga la proclamación de la Misericordia del Padre a menudo nos deslumbra de tal modo que no nos deja ver la otra gran verdad que contiene esta parábola.

En primer lugar, no hay que perder de vista que Jesús cuenta esta historia en respuesta a las murmuraciones de los escribas y los fariseos que lo criticaban por reunirse con pecadores. Por tanto, la parábola del hijo pródigo no se dirige en primer lugar a los pecadores para que comprendamos que el Padre siempre está dispuesto a perdonarnos y que su casa se llena de júbilo cuando regresamos, sino a los buenos hijos, cumplidores de la voluntad del Padre, pero que no estamos unidos a Él de corazón y, por eso, nos sentimos ofendidos por el jaleo de la fiesta que se celebra en honor del hermano recobrado. Es, por tanto, una advertencia a los que obedecemos la ley de una manera puramente formal, sintiéndola como una obligación, con fastidio y pesadumbre. La bondad auténtica se reconoce por la alegría que la acompaña, pero a menudo traicionamos la esencia de la bondad hasta el punto de convertirla en algo seco, triste y, por tanto, falso. Jesús nos conmina así a no ser como los escribas y fariseos, obedientes hasta el extremo, pero con el corazón helado por la falta de amor y de gozo.

Pero hay algo más que suele pasar desapercibido. El hijo mayor le reprocha al padre: “Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con prostitutas, le matas un becerro cebado.” A lo que el padre responde: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.” El hijo pródigo era un alocado que había dilapidado en vicios su parte de la herencia; el hijo fiel, un pusilánime con el corazón amargado por no saber gozar de lo que era suyo. Reprochaba a su padre el no haberle permitido nunca festejar con sus amigos, y la respuesta del padre revela su estupor: ¿Cómo me dices que nunca te he dado ni un cabrito para comerlo con tus amigos si todo lo mío es tuyo? No tenías más que habérmelo dicho y haberlo matado. Sabes de sobra que no te lo habría negado.

Faltamos al amor y la confianza del Padre cuando nos sentimos pobres y tristes, olvidando que, si estamos con Él, todo lo suyo es nuestro. Nuestra es, por tanto, la creación entera, “porque el Señor es un Dios grande, soberano de todos los dioses: tiene en su mano las simas de la tierra, son suyas las cumbres de los montes; suyo es el mar, porque él lo hizo, y la tierra firme que modelaron sus manos.” Y nuestros son todos los bienes espirituales que del Padre proceden: la gracia, el amor, la sabiduría, la confianza. ¡Qué tristeza la del Padre cuando ve que, pusilánimes como el hermano del hijo pródigo, no gozamos de todos esos bienes simplemente porque no nos atrevemos a pedirlos, ni sabemos recibirlos y compartirlos!


Dios mío, concédeme empezar cada día proclamando: “Me saciaré de manjares exquisitos y mis labios te alabarán jubilosos.”

sábado, 13 de marzo de 2010

La higuera en la viña

“¿Qué hace una higuera en medio de una viña?”, se preguntaba el sacerdote en la homilía del domingo glosando la parábola de Lc 13, 6-9, en la que el amo de la viña acude en vano año tras año a buscar el fruto de la higuera que hay plantada en medio de su campo; al tercer año ordena al viñador que corte la higuera, ya que no da fruto ‒“¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”, le dice‒, pero el viñador le pide que le conceda un año más, en el que él le prodigará sus cuidados, para ver si por fin da fruto.

El sacerdote pensaba que una higuera está fuera de lugar en medio de una viña. Además, siendo muy erudito, había acudido al texto original y había comprobado que el verbo utilizado en el Evangelio para la expresión “ocupar terreno en balde” tiene en griego el matiz de agotar el suelo, malgastar los recursos que, con otro uso, podrían dar más provecho. Con todo ello, ese buen cura revelaba que era hombre de libros y de ciudad, pues una higuera en modo alguno está de más en medio de una viña.

La higuera es el frutal condenado a crecer solitario en un huerto dedicado a otros cultivos. Y es así precisamente porque, cuando da fruto, lo da con tal abundancia que uno no sabría qué hacer con tantos higos si tuviera todo un campo lleno de higueras. Además, en la cuenca mediterránea, es el único frutal que da dos cosechas al año: la primera en pleno verano, de higos dulces como la miel, que llenan la despensa para todo el invierno; la segunda en primavera, de brevas jugosas y frescas. El amo de la viña esperaba esto de su higuera; por eso la puso en medio de su majuelo, y por eso acudía año tras año a buscar esas frutas que eran su deleite y el de su familia.

Por su parte, el viñador sabía cuán duras son las jornadas de la vendimia con los últimos calores del estío, las largas horas bajo el sol doblando el espinazo y cargando los racimos hasta el carro que los llevaría al lagar. El viñador agradecía la sombra fresca de la higuera en medio del campo, bajo la cual refugiarse al mediodía para comer y descansar. La higuera era su solaz, y por eso estaba dispuesto a esforzarse para que diera fruto y convenció al amo para que no la arrancara.

En medio de la Viña, todos somos higuera que tarda en dar fruto, pero en la cual halla el Viñador su consuelo. Él convence siempre al Señor para que nos conceda otro año de Gracia, Él nos mima y fertiliza la tierra con su sudor y con su sangre esperando que nuestras ramas se llenen de ricas frutas perfumadas. Por estas el Amo de la viña nos admitirá para siempre en su heredad; nosotros, en silencio, sabremos que todo ‒nuestros frutos y la clemencia del Señor‒ se lo debemos al Viñador. Mientras tanto, sigamos al menos dándole sombra, sigamos siendo su consuelo, porque Dios, hecho hombre por amor, se complace en nosotros, sus amigos, aunque tardemos en dar fruto.

En el verso 116 del Dhammapada, el Buda nos exhorta así: “Apresuraos a hacer el bien y refrenad vuestra inclinación al mal, porque quien es lento en hacer el bien, se recrea en el mal.” El Cristo, sin embargo, nos trajo otra esperanza: la certeza de la infinitud de la Divina Misericordia, por la que se nos concede este tiempo de Gracia, a la espera de que demos fruto.

Como hombre debo exigirme ser diligente en el bien, para no recrearme en el mal; como hijo de Dios, pongo mi esperanza en Él, fuente de todo bien, para que tenga compasión de mi debilidad.

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